Durante mi infancia, en la década de los 70, estaba muy de moda hablar del “eslabón perdido”,
un término creado para definir al supuesto individuo que serviría de
puente evolutivo entre los simios prehistóricos y los humanos modernos.
La idea en realidad surgió mucho antes, a mediados del siglo XIX y en la
mente de Charles Lyell, el geólogo mentor y amigo de Darwin,
para explicar la ausencia de un fósil transitorio que demostrase la
validez de la ya conocida pero aún sin publicar Teoría de la Evolución.
El descubrimiento en 1974 de uno de los fósiles más famosos, el de Lucy, y la confirmación de que era el primer ejemplar conocido de un homínido bípedo, añadió leña al fuego, y para muchos Lucy era el esperado eslabón perdido.
No obstante, no deberíamos hablar de un eslabón perdido en términos
científicos, y si acaso es válido el término en plural, pues bien
podrían ser muchos.
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No hay “eslabón perdido”.
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