Todos hemos estado en un bar alguna vez. Al menos, todos los que hemos
tenido la suerte (o la desgracia, según se vea) de crecer en un pueblo o
de pasar los tres meses de verano en él. Sí, ya sabéis, uno de esos
pueblos en los que apenas hay un bar (o dos, si el pueblo tiene mucha
suerte). Normalmente, en esos bares, durante las horas más cálidas,
apenas están los chavales, que se refugian donde pueden de la calorina,
mientras intentan aprender a jugar al mus o al tute poniendo en
práctica, tímidamente, sus primeras artes. Cuando la tarde avanza y se
puede jugar al frontenis o pasear en bicicleta sin sufrir un síncope, la
clientela cambia, los padres y abuelos van sustituyendo a los hijos y
nietos en las mesas con los tapetes verdes, las gastadas barajas, los
amarracos y los tanteros de madera.
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Un parroquiano poco conocido (I)
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